Días de Nevada

A veces es necesario perderse para encontrarse. Eso es lo que le ha ocurrido a Bernardo Atxaga, gran exponente de las letras vascas: que en la lejana Nevada, tierra de casinos y desiertas inmensidades, se ha reencontrado con su vieja Euskadi natal. En “Días de Nevada” (Alfaguara), el autor de “Obabakoak” nos muestra su faceta más más lúcida y entrañable en la que es, hasta ahora, su mejor obra.

La premisa de “Días de Nevada” parece simple: el autor viaja a Nevada (EEUU) invitado por la universidad, y se instala en Reno con su familia durante una larga temporada. ¡Pero cuidado! Aquel que quiera catalogar “Días de Nevada” dentro de un género concreto se va a encontrar en un pequeño aprieto.

Atxaga no se deja atrapar por la dictadura de la novela convencional, y se pasea con serenidad por todos los géneros sin casarse con ninguno. La novela a veces cobra la apariencia de un diario, otras es un cuaderno de viaje lleno de impresiones sensoriales, para luego transformarse en un recuerdo lejano, un recorte de periódico, una fantasía o una reflexión personal… pequeños fragmento que van y vienen, tan libres como la vida misma, y que son el principal atractivo de esta novela.

Muñecas rusas

Al igual que las célebres matrioskas, “Días de Nevada” contiene muchas pequeñas historias en su interior, cada una de un tamaño diferente y que encajan perfectamente creando un todo armonioso. Este vaivén narrativo, este viajar del presente al pasado, de lo exterior a lo interior, es el sello personal de Atxaga. La prosa del guipuzcoano es más suelta y ágil que nunca, un auténtico prodigio de la fabulación. Lo demostró en “Obabakoak”, pero con “Días de Nevada” notamos al autor cómodo, desenvuelto, con una seguridad que sólo te la pueden dar los años y la experiencia.

“Días de Nevada” es además una novela intimista, casi tan íntima como un diario. Bernardo Atxaga nos invita cordialmente a los aposentos más profundos de su mente y nos hace testigos de su proceso de creación: un proceso personal y sobre todo agotador. Bajo la fachada tranquila y reflexiva del escritor se esconde un manantial de frenética actividad mental. Lo que en superficie parece calma, en lo profundo es agua revuelta: agua de recuerdos, de impresiones, de búsqueda, de descartes y de implacable autocrítica. Es como hallarse en las cocinas de la literatura, rodeados del ruido de la cacharrería y de interesantes efluvios.

La magia de la cotidianeidad

Con el diccionario en la mano, nada de lo que ocurre en “Días de Nevada” puede parecer “extraordinario”. De hecho, muchas de las historias que narra son cotidianas, algunas incluso triviales… pero Atxaga es capaz de trenzarlas en un gran tapiz narrativo para hacernos partícipes de un divertido secreto: que son las pequeñas cotidianidades, los detalles que desfilan cada día invisibles ante nuestros ojos, los que mejor definen la realidad. Para captarlos, para recrearlos en letra impresa, el escritor tiene que convertirse en un auténtico cazador de detalles. Con la mirada afilada de aquel que llega a un sitio nuevo, como en los episodios de Nevada, pero también con la mirada lenta y reflexiva de quien examina su propio pasado, allá en la verde Guipúzcoa.

Resulta curioso, pero después de leer “Días de Nevada”, uno se queda con la impresión de que conoce a Bernardo Atxaga. Que lo conoces como conoces a una persona cercana, a un amigo o a alguien de tu familia. Es tal la transparencia y la naturalidad del autor, que su personalidad se proyecta sobre nosotros y más que leerle, parece que le estas oyendo. Puedes leer una biografía del autor, puedes acudir a una conferencia, puedes entrevistarle o incluso pasar una temporada viviendo bajo su techo…pero sólo cuando acabes de leer las 400 páginas de este libro podrás decir, cargado de razón, que conoces a Bernardo Atxaga.

Lo que hallamos en el desierto

¿Pero que hay en el desierto de Nevada para generar tal impulso evocador? ¿Qué ha encontrado el autor en el vacío del paisaje, en las llanuras infinitas y resquebrajadas, en las montañas a escala inhumana? Hay quien dice que los vacíos están para llenarlos; son como lienzos en blanco. Y nada hay más tentador para un escritor que un lienzo en blanco; es casi una insoportable provocación.

El desierto de Nevada se puebla. Y se puebla no sólo con lo que allí existe (lagos, carreteras, pasos de montaña, manadas de mustangs, mujeres pahiutes), sino también con lo que no existe: los recuerdos del autor, tan nítidos e irreales como espejismos generados por la calima. Aquel Asteasu natal resurge intacto desde lo más profundo de la memoria, así como las historias de Paulino Uzcudun y de tantos otros vascos que emigraron al Oeste americano.

Y luego está Reno, la ciudad de los casinos, donde la vida de Atxaga y su familia se desarrolla dentro de una normalidad norteamericana, tan extraña para los que vienen de fuera: extrañas son las grandes áreas residenciales, los mítines de Barack Obama, los bailes en los casinos. Pero lo más extraño sin duda es la agobiante y envolvente presencia de un asaltador sexual, un depredador de “petites” que tiene aterrorizado al vecindario y que representa la cara oscura del tan cacareado estilo de vida americano. Todo lo narra Atxaga con su nueva mirada, más transparente que nunca, y los días de Nevada se nos hacen cortos a los lectores.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *