El jardín de los tilos

¿Cuánto de solidarios somos? ¿Necesitamos que alguien nos dé razones para arrimar el hombro o buscamos maneras diversas de ayudar al prójimo? Si bien es cierto que con la situación actual las iniciativas de esta índole cobran protagonismo, siempre ha habido personas dispuestas a socorrer a otros sin esperar nada a cambio. “El jardín de los tilos” de José Luis Olaizola (Ediciones Martínez Roca) narra la historia de una de ellas.

Rafaela Ybarra, una mujer de la alta sociedad bilbaína del siglo XIX, dedicó su existencia a defender a las jóvenes desamparadas desprovistas de recursos y familia, muchas veces abocadas a ejercer la prostitución para sobrevivir. La peculiaridad de su labor reside en su proximidad al catolicismo hasta el punto de acabar siendo beatificada por el Papa Juan Pablo II. El empuje de su esposo José de Vilallonga fue primordial, pues la persuasión y el encanto de su cónyuge le llevarán a invertir parte de los beneficios de la empresa que preside en obras benéficas tales como la creación de instituciones.

De la riqueza a la austeridad

Rafaela era en su época de moza casadera muy coqueta y atractiva, acostumbrada a rodearse de hombres acaudalados, ansiosa de acudir a los bailes para ser elogiada y vista ante los posibles candidatos al matrimonio. Dichos adjetivos, sin embargo, contrastan con su afán caritativo y su amor a Dios desde niña. Ese amor empezó a materializarse en 1876 (ya pasaba de la treintena) mostrando preocupación hacia los pobres.

La señora casada desprovista de problemas económicos, madre de siete hijos y capaz de brindar gran parte de su tiempo a quienes no poseían ningún tipo de sustento era una novedad sin precedentes. Sintió especial devoción por las chicas recién llegadas a la urbe en peligro de caer en la marginalidad y no cesó en su empeño de proveerles de un futuro digno ni estando a las puertas de la muerte.

Achacó este empeño en una forma distinta de amar a Dios e incluso buscó director espiritual para conducirse por el buen camino, lejos de la avaricia, las envidias o la arrogancia. Los resquicios del deber autoimpuesto se localizan en escritos de su puño y letra: “(…). Recibir la santa comunión diariamente, contando con el permiso de mi director. Confesarme los martes y los viernes. (…). Y centrar el examen particular en la verdadera humildad cristiana, de la que tan falta estoy”.

El principal valedor

Los veinte años que José de Vilallonga le sacaba a su esposa Rafaela Ybarra se traducían en conocimientos de ingeniería, baile, esgrima o gimnasia y se mostraba entusiasta del ámbito de las humanidades. Heredero del oficio de la cerrajería en Gerona, viajaba regularmente en busca de hierro para alimentar su ferrería. De ahí que topase con la familia Ybarra, dueña de un impresionante negocio siderúrgico. Colaborar juntos dio lugar a los conocidos como “Altos Hornos de Vizcaya” cuyo presidente sería José desde su constitución en 1882.

La prosperidad de la que gozaban facilitaba la tarea a Rafaela, quien para poner en marcha sus intervenciones sociales precisaba de la figura de un inversor incondicional. José se convirtió en esa figura de buen grado. El paso inicial fue la Junta de Obras de Celo. Visitaban a mujeres en hospitales y cárceles mientras se cuidaban de emplear a las jovencitas. Después vino la Casa de la Maternidad con el fin de proteger a las futuras madres, a menudo prostitutas. En 1893 se produjo el salto cualitativo. La Congregación de los Santos Ángeles Custodios nacía como residencia para jóvenes en riesgo de caer en los vicios del pasado.

Post Mortem

El buen corazón de Rafaela no conocía límites. La prueba habita en los argumentos de sus allegados, como el de Leonardo Zabala, su director espiritual: “En orden de hacer el bien, doña Rafaela era como un perro de presa, que así se ocupaba de una joven, no cejaba hasta dejarla encaminada, para lo cual disponía de una memoria prodigiosa (…) pues era de admirar cómo no olvidaba nunca el nombre de una de sus protegidas, ni sus circunstancias, ni nunca se daba por vencida por contrarias que se presentaran esas circunstancias”.

Las encrucijadas eran constantes en las actividades que emprendía Rafaela. En una ocasión una muchacha abandona la residencia y al poco regresa arrepentida. La que deja testimonio de lo ocurrido se encargó de comunicarle la buena nueva a Rafaela: “Cuando apareció la Madre y le di la noticia, cerró los ojos y se limitó a decir: “¡Bendito sea Dios”! Nada más dijo, ni dispuso ningún castigo para la que había querido marcharse”.

La Madre Trinidad jamás faltó en los múltiples proyectos de Rafaela. Sus palabras son reveladoras: “Si teníamos algún problema (…) la Madre, antes de resolverlo, nos decía que aguardásemos y no tuviéramos prisa. Se entraba en el oratorio y siempre salía con una solución, por lo que nosotras no dudábamos Quién se la había sugerido”.

¿Por qué “El Jardín de los Tilos”?

Al igual que las motivaciones de Rafaela Ybarra, el título esconde una historia propia. Se trata del jardín de su residencia, plagado de magnolios, tilos y castaños de Indias. Ella lo consideraba su templo vivo, y “en cada árbol, en cada mariposa, y hasta en las hormigas que pululaban por doquier, leía como en un libro de la naturaleza la grandeza del Dios creador”.

Sea cual sea la creencia (o no creencia) religiosa del lector, “El Jardín de los tilos” ha de verse como la novela de la generosidad plasmada con enorme acierto por el escritor vasco, autor de “La niña del arrozal” o “Volverá a reír la primavera” y fundador de la ONG Somos Uno, destinada a luchar contra la prostitución infantil en Tailandia. En El Mar de Tinta lo entendemos como un merecido homenaje a todos los que invierten su vida en hacer transitable la de los demás.

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