El testigo invisible

Casi un siglo después del asesinato de los últimos zares rusos Carmen Posadas reconstruye a través de la novela “El testigo invisible” (Editorial Planeta) los resquicios del imperialismo: lujo y comodidades en medio de un país presidido por la pobreza y el lado humano de quienes lo tienen todo desde su nacimiento.

Sin embargo, lo interesante de la historia es la perspectiva que aporta Leonid Sednev en su puesto de deshollinador primero, de pinche de cocina más tarde, al servicio de tan insignes personalidades. Contado en primera persona, el nonagenario Sednev presiente que su muerte se aproxima y decide dar el paso de explicar su experiencia como testigo invisible de la corte.

Amores imposibles

El 17 de julio de 1918 los Romanov fueron fusilados en la fortaleza de Ekaterimburgo. El joven Leonid convivió con ellos desde 1912 desempeñando la función de “Water Baby”, término con el que se conocía a los niños deshollinadores. En los recorridos por los oscuros pasadizos Sednev observa a través de las rejillas la belleza de las cuatro hijas de los zares y se enamora de Tatiana, la segunda mayor.

Su posición de oyente en la sombra cambia de golpe en 1914. Leonid tenía doce años, creció y su cuerpo de pre-adolescente dejó de valer para ese trabajo. Coincidió que en aquellos tiempos convulsos había estallado la Primera Guerra Mundial. El Palacio de Ekaterina se convirtió en hospital y Leonid no perdió la oportunidad de ofrecerse de ayudante. Allí comenzó el verdadero contacto con las hijas de los mandamases, a partir de 1916 mucho más intenso como uno de los criados fieles a la familia tras el arranque revolucionario.

La distancia entre Tatiana y Leonid era insalvable no sólo por la diferencia de clases, sino porque Tatiana jamás puso sus ojos en él. Aún a sabiendas de que el corazón de la duquesita no le pertenecía, Leonid ni siquiera abandonó a los Romanov cuando las circunstancias se enturbiaron. El destino inicial fue Tobolsk para terminar en Ekaterimburgo como único superviviente.

De padre venerado a tirano

“El testigo invisible” bebe directamente de la historia contemporánea. Nicolás II tomó el relevo de su padre Alejandro III en 1894. Su gobierno se caracterizó por las derrotas bélicas, la pobreza y la represión. A comienzos del siglo XX tuvo lugar la Guerra contra Japón y la consiguiente humillación del fracaso. A ello se sumaron los crecientes problemas económicos. Un día de 1905 un grupo de gente humilde se aproximó al Palacio de Invierno solicitando mejoras en el salario. La manifestación pacífica concluyó en matanza y desde entonces el zar quedó bautizado como “Nicolás El Sangriento”.

Según explica la autora, hasta el momento los rusos llamaban al zar “su padrecito”, conformando una relación idílica entre la aristocracia y el pueblo. Aquel domingo fatídico la calma desembocó en un descontento imparable que acabaría siendo caldo de cultivo para el triunfo de los bolcheviques en 1917. Aún así, durante un buen puñado de años el zar presumió de tener seguidores mientras su mujer Alejandra era mirada con recelo.

En el libro la tía Nina explica a Leonid el por qué de ese odio hacia la mujer de Nicolás: “no le gustan las fiestas, detesta los banquetes, las damas de la corte le dan pavor y huye de ellas como de la peste (…) piensan que es orgullosa, antipática y una tonta de remate a la que nada interesa”. Posteriormente, con la intervención de Rusia en la Guerra Mundial y siendo nacida en Alemania, fue acusada por una buena parte de la opinión pública de apoyar al enemigo.

Tampoco hay que obviar la clara influencia que Rasputín, considerado un hombre santo, ejercía sobre Alejandra. Rasputín gozaba del beneplácito de unos y del rechazo de otros. Se diría que su persona cobra un indiscutible protagonismo en el desencadenamiento de los acontecimientos, aconsejando nombramientos de ministros a la zarina cuando Nicolás estaba en el frente y augurando antes de su fallecimiento el fin del imperio zarista.

Entre la ficción y la realidad

Se sabe que las cuatro hijas, el hijo pequeño heredero al trono y sus padres murieron en un pelotón de fusilamiento dirigido por Yakov Yurovski y que el afortunado fue Leonid Sednev, despedido la mañana del asesinato. Lo que no se sabe con exactitud es su paradero. Carmen Posadas plantea dos opciones: o bien que muriese en las purgas de Stalin, o bien que emigrase a Sudamérica como otros hicieron. Posadas prefiere decantarse por una escapada.

Asistimos, pues, por cortesía imaginativa de la escritora, a los últimos meses de vida de Leonid con fecha de 1994. Algunos capítulos están precedidos por un rótulo en negrita que nos sitúa en Montevideo y nos hace partícipes de las conversaciones que Leonid podría (por qué no) haber mantenido con una enfermera. Ella sería, en última instancia, la correa de transmisión de los testimonios inventados cuya cadena cierra Posadas.

Otra de las riquezas del texto es la aportación de pequeños fragmentos. “Trece años en la corte rusa” de Pierre Gilliard, profesor de francés, aguarda impresiones absorbidas durante su estancia en Palacio; en otro de los epígrafes hay una cita de “Memorias”, escrito por el primer ministro ruso de 1906 a 1911 hablando sobre las sensaciones que le transmitía Rasputín; y al principio del libro hallamos la más aterradora de las confesiones: la del verdugo Yurovski.

Autora polifacética

En la prolífica trayectoria literaria de la uruguaya y madrileña de adopción Carmen Posadas no estaba previsto “El testigo invisible”. Seguramente de no ser por su hermano Gervasio hoy careceríamos del privilegio de asomarnos a esta novela, escrita con un estilo ágil y cautivador. Él despertó su curiosidad cuando se encontraba madurando su próxima obra tras “Invitación a un asesinato” publicada en 2010.

Carmen Posadas ha escrito relatos infantiles, ensayos y una docena de novelas. En 1998 ganó el Premio Planeta con “Pequeñas Infamias”. Desde el 22 de enero se puede adquirir su último trabajo, ”El testigo invisible”, recomendado para lectores que aun conociendo el trágico final, sean capaces de emocionarse adentrándose en un mundo espléndido y oscuro, de abundancia y miseria. Tan real como la vida misma.

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