Londres después de medianoche

Existen numerosos precedentes de debuts literarios caracterizados por una inesperada madurez narrativa al servicio de una historia interesante y cautivadora. No obstante, por cada opera prima brillante, los lectores tienen a su alcance un amplio abanico de libros de autores primerizos los cuales, en más de una ocasión, defraudan las expectativas despertadas (fundamentalmente por la editorial encargada de vendernos esos volúmenes).

Lamentablemente, “Londres después de medianoche”, novela de la cual se ha dicho que “destaca no sólo por su brillante, descriptiva y ágil narrativa” (Jorge Coll Toscano, Ocho TV) se cuenta entre las obras pertenecientes al segundo y más numeroso grupo. Una lástima, ya que su punto de partida resulta tan interesante que su lectura prometía ser una experiencia muy grata, sobre todo para los aficionados al cine clásico.

Un encargo imposible

El antiguo y brillante agente del FBI Mc Kenzie (sic), quien fuera en su día el último hombre de confianza del todopoderoso J. Edgar Hoover, es contratado por Forrest Ackerman (el más famoso coleccionista de memorabilia asociada al cine fantástico de todos los tiempos) para que localice una película considerada como el Santo Grial de los buscadores de filmes desaparecidos. Se trata de “Londres después de medianoche”, dirigida por Tod Browning y protagonizada por el Hombre de las Mil Caras, el gran Lon Chaney.

La misión, bastante compleja de por sí, se irá complicando según la investigación de Mc Kenzie le vaya poniendo en contacto con ávidos coleccionistas, actrices ancianas e incluso un maquiavélico millonario que deja en mantillas al mismísimo Lex Luthor (versión post-Crisis, por supuesto). Y todo lo anterior se complementa con numerosos flashbacks centrados en la relación del investigador con su antiguo jefe, un viaje alucinante al Méjico profundo y unos toques onírico-fantásticos para añadir sabor al peculiar guiso servido por Augusto Cruz.

La película maldita

La imagen de cubierta de “Londres después de medianoche” nos muestra a un Lon Chaney caracterizado como vampiro en lo que es un claro ejemplo del talento como maquillador del legendario actor. Dicha imagen es una de las pocas que se conservan del film homónimo dirigido por el gran Tod Browning, maestro del celuloide quien, además de legarnos obras maestras como “La parada de los monstruos”, retornaría al género vampírico al rodar la clásica versión de “Drácula” producida por los estudios Universal.

Si bien los críticos no fueron muy entusiastas con “Londres después de medianoche”, la imposibilidad a día de hoy de conseguir una copia de la película la ha convertido en una de las piezas más codiciadas por los historiadores y coleccionistas del séptimo arte. Su carácter de “obra de culto” (no exento de cierta leyenda negra) aumenta año tras año, y la posibilidad de que exista en algún oscuro sótano una copia en condiciones es el sueño de numerosos “cazadores” de filmes desaparecidos.

Mr. Science Fiction

Con tal apelativo, entre otros, se conocía a Forrest James Ackerman, el FAN (así con mayúsculas) definitivo de la Ciencia-Ficción, género para el cual acuñó el término “sci-fi”, tremendamente popular en el ámbito anglosajón. Además de atesorar la mayor colección jamás reunida de elementos de vestuario, atrezzo, maquetas y demás parafernalia cinematográfica de las películas que tanto amaba, Ackerman fue escritor y editor. En el campo editorial destacó, sobre todo, por fundar una de las revistas fundamentales para el fandom norteamericano durante veinticinco años, “Famous Monsters of Filmland” (conocida en España como “Famosos ‘monsters’ del cine”).

Ackerman vivió durante muchos años rodeado de los objetos que atesoraba y, lejos de mantenerlos ocultos a los ojos del resto de los aficionados, permitía que cualquiera que lo desease entrara en su hogar para disfrutar con ellos y con las innumerables anécdotas con las cuales acompañaba las visitas. Lamentablemente, su buena voluntad conllevó abundantes sustracciones que el bueno de “Forry” se tomaba con una gran dosis de resignación.

Augusto Cruz retrata a un Ackerman, con una salud muy debilitada y principios de Alzheimer, cuyo último deseo es tener la oportunidad de volver a ver “Londres después de medianoche”, película a cuya proyección pudo asistir cuando tenía once años. Una tarea de improbable cumplimiento que tendrá consecuencias jamás imaginadas por el anciano coleccionista.

Una gran decepción

“Londres después de medianoche”, publicada por Seix Barral, es una novela cuya lectura se inicia con ilusión. Y no es para menos, si tenemos en cuenta que en sus páginas nos encontramos con la búsqueda de una película mítica y personajes tan interesantes como Ackerman o Hoover. Sin embargo, hay demasiados elementos que contribuyen a que la ilusión no tarde en difuminarse.

A Augusto Cruz le gusta andarse por las ramas, y su libro está lleno de momentos innecesarios que lo único que consiguen es lastrar el ritmo de la narración. Por otro lado, por muy fascinante que pueda resultar la vida de J. Edgar Hoover, los capítulos centrados en el director del FBI parecen insertados con calzador, al no tener relación alguna con lo que debería ser el eje central de la historia. Además, Mc Kenzie es un personaje gris, incapaz generar en el lector empatía ante las tribulaciones vividas mientras lleva a cabo su búsqueda.

Una lectura difícil

Finalmente, hay dos aspectos formales en “Londres después de medianoche” que resultan un tanto molestos. Por un lado, la abundancia de términos de origen mejicano (“manejar el auto”, “cuadra”, “rentar”, “chamarra”, “trapeador”) nos asalta constantemente durante toda la lectura. Quizá una revisión del texto para “castellanizarlo” un poco no habría estado de más, aunque probablemente habrá lectores a quienes no les molestará en demasía esta particularidad del libro que nos ocupa.

Por otro lado, Augusto Cruz escribe de un modo harto peculiar. Los capítulos de su novela está construidos a base de párrafos interminables, en los cuales se insertan los diálogos de los personajes sin que se emplee en ningún momento el guión largo. Tal opción estilística convierte la lectura en una tarea innecesariamente molesta, lo cual no permite que se disfrute ni de las descripciones ni de las palabras de Mc Kenzie y compañía.

Nos encontramos, pues, ante una obra que no da lo que promete y exige demasiado esfuerzo para obtener una pobre recompensa. Laura Luz Morales afirma en la solapa posterior del volumen que el mismo “encantará a los amantes del cine, de la ciencia-ficción y de la novela policíaca”. En El Mar de Tinta nos permitimos discrepar.

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